El
vino está vivo y, como tal, es susceptible de sufrir alteraciones en su
composición.
Los
defectos del vino pueden detectarse, sobre todo, visual y olfativamente.
Mediante el gusto no haremos más que confirmar, mediante la vía retronasal, los
aromas defectuosos detectados por las dos vías anteriores.
Visualmente,
podemos encontrar partículas en suspensión o la alteración en el color del
vino. Olfativamente, los aromas defectuosos son desagradables y no siempre confirman
lo que se ve en la copa ya que muchas de estos problemas no alteran el aspecto del vino.
La
limpidez es un factor que los consumidores exigimos a la hora de beber un vino
y que debe mantenerse sea cual sea la temperatura, la aireación o la
iluminación. En vinos añejos es casi inevitable la formación de posos, pero éstos
tienen que ser fáciles de separar.
El
vino una vez terminado, se clarifica y se estabiliza, antes de ser filtrado y
embotellado, sobre todo en blancos y tintos jóvenes. Con la clarificación
obtenemos la limpidez, eliminando bacterias, restos de levaduras, proteínas,
etc. pero un vino correctamente clarificado puede enturbiarse de nuevo y
sedimentar si tiene exceso de ciertos metales o por alteraciones microbianas. Para
ello, mediante tratamientos químicos o térmicos de estabilización se debe mantener
esa limpidez.
Aunque,
actualmente, no se considera un defecto, algunas partículas en suspensión presentes en el vino son debidas a la
sedimentación de bitartratos y antocianos, propios de vinos añejos. También
pueden aparecer en vinos tintos jóvenes que no se han estabilizado por frío o
no se han filtrado. En vinos blancos suele ser un defecto en la elaboración, ya
que estos sí se estabilizan para que no resulten turbios. La sedimentación de
estos cristales puede restarle acidez al vino, resultando más suaves pero
insípidos.
Posos del vino (imagen vía vinogallego) |
Cada
vez más los vinos están mejor elaborados y son muchas las pruebas realizadas en
el laboratorio que controlan su calidad. Ensayos realizados deben evitar la
formación de los precipitados denominadas “quiebras”.
En
vinos blancos, la “quiebra proteica” es debida a la sedimentación de proteínas
tras la filtración. Se produce debido a un exceso de materia proteica ocasionado en su
mayoría por la utilización de grandes dosis de clarificantes proteicos (albúmina,
gelatina, caseína o cola de pescado) o la exposición del vino a muy baja temperatura,
lo que provoca la coagulación de las proteínas. El vino resulta velado y
turbio, aunque no suele afectar a la fase olfativa y gustativa del vino. Estos “vinos
turbios” son famosos en Galicia, que desde antiguo se elaboraban en casa sin
estabilizar ni filtrar y donde, actualmente, siguen consumiéndose en bares y
restaurantes.
En
vinos blancos y rosados puede producirse la “quiebra cúprica” debida a la presencia anormal de cobre
en el vino, que en ambiente reductor (en ausencia de oxígeno) de la botella forma
una sal de cobre insoluble que precipita. Este precipitado suele desaparecer
con un pequeño aireado de la copa, o decantando la botella, aunque le da al
vino un toque metálico, áspero y amargo. Este exceso de cobre puede ser debido
a un exceso en los tratamientos fitosanitario.
Tanto
en blancos como en tintos, se puede producir la “quiebra férrica” debido al exceso de hierro que, bajo la acción
del oxígeno, forma compuestos insolubles cuya floculación produce un depósito
blanco, azul o negro. Este exceso de hierro puede proceder de la uva, del
terreno o de contenedores hechos de hierro, aunque estos están en desuso.
Las
alteraciones microbianas más comunes son la proliferación de bacterias Leuconostoc que producen dextrana,
problema conocido como grasa, y que hace
el vino más grasoso y con aspecto turbio. Las llamadas flores del vino, producidas por las bacterias del género Candida y comunes en la crianza biológica
de vinos de Jerez, pero en vinos normales es un defecto, ya que atacan la
glicerina, el alcohol, los ácidos y ésteres volátiles del vino produciendo acetaldehído (aroma ajerezado).
Las
levaduras del género Brettanomyces o Dekkera posee
un crecimiento muy lento y la alteración se presenta principalmente durante el
almacenamiento y la crianza del vino en las barricas de madera. Junto con la
formación de fenoles volátiles, la Brettanomyces
produce elevadas cantidades de ácido acético y tiene la capacidad de
sintetizar, en condiciones especiales, tetrahidropiridinas que se identifican
con el “gusto a ratón”.
Respecto
al color, varía entre las variedades y la elaboración pero su alteración es
debido a la oxidación (quiebra oxidásica). Un vino
blanco puede aparecer con un tono ocre amarronado, un rosado con un color
anaranjado y el tinto joven con un color apagado. Esta alteración del color
será un defecto si en nariz confirmamos aromas rancios.
Quiebra oxidásica en un vino blanco (imagen vía priscoblog) |
El
olor a humedad se relaciona con el
mal estado del tapón o la presencia de moho que atraviesa el tapón y entran en
contacto con el vino.
El
olor y sabor a corcho en el vino se
debe a un tapón defectuoso atacado por los tricloroanisoles (TCA) un compuesto
químico que resulta de la degradación de los fenoles del corcho con las
partículas de cloro disueltas en el aire. Es debido a la contaminación del
corcho o las malas condiciones de conservación de la botella.
El
olor a sulfuroso da un olor punzante
y azufrado, como a cerilla recién apagada, y es muy probable de percibir en
blancos recién embotellados. Es debido a un exceso de adición de este
conservante y no será un defecto si desaparece al agitar la copa. Si tras la
aireación no desaparece sí lo
consideraremos como tal.
Cuando
decimos que un vino huele a huevos podridos, es debido a la formación de sulfhídrico y mercaptanos provocados por la reducción del sulfuroso en ausencia
de oxígeno durante la elaboración y la reacción del mismo con las levaduras y
el alcohol. Al igual que con el exceso de sulfuroso, será un defecto si al
agitar la copa no desaparece.
Un
vino que presenta un fuerte olor a vinagre es que está picado. Este problema es debido al desarrollo de bacterias Acetobacter que oxidan el alcohol
etílico a ácido acético (olor a vinagre) acompañada de la formación
de acetato de etilo (olor a pegamento) lo que le otorga también un sabor agrio al
vino.